Sí Robé, Pero Poquito

¿A quién le importa si el Cesar era un ladrón, chairo? ¿Acaso los gobiernos pasados no robaron? ¿Por qué antes no dijiste nada? Claro, como ya no te dan chayote…
No hay quien soporte a un corrupto confeso. Bueno, solo si es ajeno a nosotros y es del partido contrario. Los corruptos que resultan ser familiares o, en la mayoría de los casos, amigos muy cercanos, no hacemos más que justificarlos con el pretexto de que la “Eterna Oposición” –de la derecha o de la izquierda, da igual– le tiene mala fe. Solo lo o la quieren desprestigiar; él o ella no son así. Nadie sabe cómo se contagiaron de esas mañas de disponer de lo ajeno, como si la corrupción fuera un tipo de gripe; pero no se apuren –nos dicen sonriendo, con la cabeza tiernamente inclinada hacia un lado– ya van a cambiar; se los juramos por esta y la virgencita.
Fue Giovanni Della Casa, Literato y secretario de Estado bajo Pablo IV quien dijo: “Los hombres odian en otros hombres sus propios vicios”. Si es así entonces la corrupción somos todos y las denuncias no son más que lloriqueos de envidiosos que no pueden robar más que ladrón en turno. Falacias y más falacias.


Desde antes ya se repartía el chayote. Desde el Tao Te Ching hasta las siete leyes de Noé que gobernaron las costumbres judaicas antes de las tablas del Sinaí, no había un vicio más horrendo como el hurto. La corrupción tampoco nació en el nuevo mundo junto al neoimperialismo, ni en el siglo XX, el siglo de los totalitarios. Ocurrió mucho tiempo atrás, desde la Babilonia hasta el escándalo del oro de Árpalos, en la olimpiada de Atenas en el año 324 a.C. La corrupción es antigua, tan antigua como los humanos, de ahí la creencia de que esta práctica es inherente en la cultura y el hombre y que, desde la antigüedad, ya era costumbre el “engrasar las ruedas” para sacar provecho de las posiciones políticas y sociales creando desigualdad.


En la biblioteca de Asurbanipal en Nínive se conserva un himno al dios sol Shamash, en el que se puede leer lo siguiente: “A aquel que recibe una oferta que pervierte le harás padecer un castigo”. En el Antiguo Testamento, jueces y gobernantes dedicaron su favor a aquellos súbditos que eran más serviciales, hombres dispuestos a dispensar dinero. El intercambio de favores, y la necesaria reciprocidad que sustenta, no solo estaban permitidos, sino que incluso estaban protegidos como comportamientos correctos y aceptados. Así se da una cierta ambigüedad entre el corrupto y corruptor, prevaleciendo una difusión social del mecanismo del trueque. La idea que se tiene de corrupción como pecado emerge en particular en la Biblia de los profetas y más tarde, con la filosofía de Sócrates y de Platón.
Sinónimo de caos y de corruptela en la antigüedad fue Babilonia, fundada hace más de dos mil años antes de Cristo por los sumerios en la orilla izquierda del Éufrates. Fue durante milenios una de las más grandes ciudades del mundo antiguo en particular bajo Hammurabi (1792 – 1750 a.C.) y Nabucodonosor (muerto en el 562 a.C.). Ahí, según un profeta de Esarhaddon recuerda la decadencia de Babilonia: Oprimían a los pobres y los ponían a merced de los poderosos. En la ciudad había opresión y se aceptaban dádivas. Insensatamente, cada día se robaban unos a otros las propiedades.


En Roma las cosas no mejoraron en cuestión de corrupción: se vendían votos y quiénes llegaban al poder tenía en sus manos el tesoro, las provincias, los cargos, las glorias, y los triunfos; se tenía la libertad y la licencia de robar lo que se podía mientras las personas eran expulsadas de sus tierras. El historiador Tácito, senador y austero sostenedor de la moralidad republicana escribió lapidariamente: “En Roma confluyen todos los pecados y todos los vicios para ser glorificados». La progresiva corrupción de la clase dirigente de Roma y sus provincias, más las hordas bárbaras instaladas en los confines del Rin y el Danubio destinadas a ocupar los territorios del imperio y la península italiana fueron algunas de las causas que favorecieron el hundimiento del imperio.


Esto de la corrupción no es nada nuevo. Historias como éstas hay muchas donde la crisis moral ha desaparecido imperios y ha puesto en jaque a muchas sociedades modernas. Mientras tanto, en todos los lugares del mundo, hay sociedades enfermas y nosotros no somos la excepción. No aprendemos de la historia, y lo que es peor, no queremos aprender. En el más pesimista de los casos, de ser así, este país será como un árbol vulgar del que no florecerá nada ni dará buenos frutos, y todo por carecer de la voluntad de querer echar buenas raíces. Sin embargo, hay esperanza. Queramos o no, estamos condenados a esperar: unos a que la sociedad sané y unida solucionemos nuestros problemas y otros a que el paternalismo del gobierno sea quien nos solucione todo.

Reflexiones sobre el libro: “Historia de la corrupción”.