Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde, o en este caso, hasta que se le cae.
El lunes, luego de las 10:30 de la mañana, empezó un pequeño calvario en mi oficina —hablo de mi habitación—, no podía acceder a mis redes sociales a administrar mis paginas de literatura y poesía. Tampoco podía comunicarme por whatsapp con otros, así que tuve que volver a la antigüedad de presionar las teclas de mi teléfono fijo y hablar, como lo hacían antes, como un cavernícola.
Hice de todo: reinicie el modem una docena de veces; actualicé aplicaciones y al no ver resultado las desinstalé y las instalé de nuevo. Todo seguía igual. No podía creer que me pasara esto a mi, un Ingeniero con carrera trunca, sin tecnología y desconectado del mundo. La decepción, la traición hermano. Después de tantas pequeñas frustraciones visité periódicos digitales donde me encontré el porqué de mi desconexión: Facebook, Instagram y WhatsApp habían fallado a nivel mundial.

La caída de estas aplicaciones nos dicen mucho de nuestra dependencia tecnológica. Luego de permanecer 4 horas a solas con uno mismo —que puede ser el paraíso o el infierno— las aplicaciones volvieron a funcionar poco a poco. Más tarde, luego del restablecimiento, las redes, sobre todo el «feis», se inundaron de memes, burlas y demás guasa de la tragedia; también hubieron quejas de pequeñas y grandes empresas que perdieron ganancias por la falta de comunicación con sus páginas, clientes, empleados y dueños.
La compañía de Facebook perdió 10 mil 200 millones de dólares en valor de mercado después de la caída y sus acciones bajaron un 5%. La posible causa era diferente en cada periódico, que si fue un ataque cibernético, que si fue Anonymous, que si fue un Ingeniero despistado que borro algún código importante de la red social, etcétera. Lo más probable es que se haya debido a una actualización rutinaria del protocolo de puerta de enlace de frontera (BGP) que salió mal, lo que hizo que se borrara la información de enrutamiento DNS que la compañía requiere para permitir que otras redes encuentre sus sitios.
Pero no a todos les fue tan mal. Telegram sumó 70 millones de usuarios nuevos luego de la caída de WhatsApp y qué decir de la popularidad de Twitter, esa arena inquisidora donde se queman brujas y se crucifican mártires a diestra y siniestra todos los días.
No se descarta que en algún futuro vuelva a suceder una interrupción tan masiva como la del lunes, así que estamos condenados a ser orillados a la vida real de nueva cuenta algún día de estos. Por su parte Mark Zuckerberg ya pidío disculpas por la interrupción de las aplicaciónes, luego, seguramente, se fue a nadar en su piscina llena de dinero. Yo lo haría.
Por otra parte uno siempre puede salir a la calle, a la plaza a practicar esa “ancestral” forma de comunicación que es el dialogar; el platicar de todo y de nada con un conocido o desconocido. O hacer lo que hice yo que es volver a los libros. Me gusta citar a Borges: «De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa, el libro es una extensión de la memoria, los libros son la extensión de la memoria y de la imaginación».
Las redes se han vuelto tan necesarias que cuando se ausentan el mundo siente un pequeño apocalipsis. Y como no, en estos tiempos en que la soledad es la gran amenaza para la individualización, las redes nos dan esa falsa percepción de compañía, de identidad, de ser y estar. Como diría un moderno Descartes: Publico, luego existo.